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Jaipur | Los errores espléndidos – Luis Alberto Ganderats
Jaipur | Los errores espléndidos

Jaipur
Los errores espléndidos

La ciudad-rosa del Rajastán es uno de los lugares de la India donde los antiguos maharajás se equivocaron más y con mejores resultados. Palacios, observatorios, fuertes y armas inútiles se han convertido en delicias para el viajero. Nos invitan a reconocer la utilidad de lo inútil y a saber por qué la Unesco convierte desaciertos garrafales en Patrimonios de la Humanidad.

Por Luis Alberto Ganderats, desde La India.

A principios del siglo XVIII, un joven y estudioso maharajá de la India decidió hacer un aporte a la astronomía. Para eso puso en movimiento todo su poder. Lamentablemente, avanzó en dirección equivocada. Todavía él pensaba que la Tierra estaba inmóvil en el Universo, y que a su alrededor daban vueltas el Sol y las es- trellas, como dijera Tolomeo quince siglos antes. El maharajá –no quiso o no pudo– darse por informado que Copérnico, Newton, Galileo y otros, ya habían hecho polvo esas antiguas teorías.

El maharajá Jai Singh II –que así se llamaba–, no estaba solo en su posición. Los sabios árabes y persas de la Edad Media nunca objetaron seriamente a Tolomeo. Y los libros innovadores de Galileo, como sabemos, fueron prohibidos por la Iglesia Católica hasta bien avanzado el siglo XIX. Incluso sacerdotes jesuitas admiraron su observatorio. Se suponía que el mundo tenía que seguir creyendo que la Tierra era el centro del Universo, la máxima creación divina.

Las noticias llegaron tarde.

Este maharajá tampoco estaba enterado, al parecer, de la creación del telescopio. Así las cosas, decidió enfrentar lo que él consideraba la mayor limitación de la astronomía de su tiempo: los instrumentos que se utilizaban eran muy pequeños y por eso poco precisos e ineficientes para acercarse a los grandes misterios del cielo.

Ni corto ni perezoso, decidió construir instrumentos enormes, hechos de piedra, completados con mármol, piedra caliza y metal, que fueron levantados en varias ciudades de la India. El más importante de ellos lo vemos ahora en el lugar al que hemos llegado en Jaipur, la capital del Rajastán. Se le conoce como Jan- tar Mantar. Tiene 16 instrumentos o yantras, bien mantenidos y restaurados; hermosos monumentos a los sueños del hombre; una de las huellas monumentales de los errores humanos en su búsqueda a ciegas, y que por eso la propia Unesco no tiene dudas en proteger. Hay relojes de sol de hasta 23 m. de altura y el doble de ancho (para pronosticar expectativas de cose- chas); mapas del firmamento; lectores de la altitud del sol y del arco celeste desde el horizonte al cénit. Astrolabios, sextantes, instrumentos meridianos yaltacimutales.

Una guía del lugar nos asegura que algunos de estos yantras pueden usarse todavía para pronosticar las temperaturas del verano, la intensidad y duración del monzón y de las consiguientes hambrunas e inundaciones.

También existen 12 enormes aparatos utilizados para elaborar horóscopos, pues entonces astrónomos y astrólogos eran casi la misma cosa. Cada uno de ellos re- presenta un signo del zodíaco y se orientan hacia su respectiva constelación.

Cuando en 1738 este constructor de observatorios terminaba el mayor de todos, el de Jaipur, empezó a saber que estaba muy atrasado de noticias. Ya era tarde: tenía 50 años y murió a los 54.

Turistada de las buenas.

La poco confiable exactitud humana alcanza en este lugar de la India la dignidad de Patrimonio de la Humanidad. Si trepamos hasta la cumbre del más alto de estos instrumentos astronómicos, veremos que en la hoy llamada “ciudadrosa” los elefantes blancos forman manada. Abundan las construcciones que por otros magníficos errores del hombre se encuentran vacías, sin prestar más utilidad que dejar boquiabiertos a los turistas. Sucesivos reyes y maharajás que, por el humano descuido de olvidar que eran mortales, levantaron (uno sobre las ruinas de otro), muchos fuertes, palacios y residencias reales. Les sirvieron por poco tiempo, después de consumir tesoros y vidas.

De algunos de estos individuos tan poderosos hoy no conocemos sus nombres. El que más se repite –como ya veremos– es el del maharajá-astrónomo Jai Singh II. Se sabe poco de quienes alguna vez construyeron casas y templos bajo el magnífico

y hoy casi vacío fuerte y palacio de Amber. Hemos subido hasta sus patios sobre el lomo de un elefante lleno de galas y dibujos sobre la piel rugosa. Lo conducía un hombre también engalanado y con vistoso turbante. Muchos como él subían y bajaban como hormigas colorinches.

“Esto es una turistada”, murmuró un jo- ven gallego algo fruncido mientras trepaba al elefante. Nosotros disfrutamos intensamente esta turistada. Para qué negarlo. Era la aventura de niño que nos ocurría fuera de tiempo. Esos mismos jumbos asiáticos son protagonistas de una de las fiestas más coloridas del planeta: el Festival del Elefante de Jaipur. Los animales avanzan en una multitudinaria procesión, junto a camellos y caballos endomingados. Les acompañan bailarinas y músicos. Los animales van cubiertos de galas: joyas, flores, telas, palanquines, pinturas de colores. Es una de las fiestas del mundo que desafía al Carnaval de Río por su color y animación.

Pero en Amber se puede disfrutar muchísimo más que de la simple turistada. El palacio y el fuerte se visitan sin guías; es decir, sin apuro. Es posible pasar muchas horas como intrusos sumergidos en un mundo alucinante, inacabable, de salones, terrazas, lugares secretos, encantadores de cobras y cuadriculados jardines mogoles sobre el lago. Un espacio ajeno como pocos en el mundo. “Dentro del fuerte hay numerosos pasadizos que comunicaban las habitaciones del maharajá con sus nueve esposas y sus concubinas sin que éstas lo supieran”, nos tienta un historiador del palacio. Avanzamos entre hombres indios vestidos al modo occidental y mujeres medio ocultas entre velos y saris de colores. De tanto en tanto aparecen barredoras, pertenecientes a la casta de los Intocables. Llevan túnicas que parecen inspiradas en jardines primaverales. Bajo esos alegres ropones se ocultan amargas cifras de extrema pobreza y un enfierrado encasillamiento social.

Otras del astrónomo.

Aurangzeb, hijo del creador del Taj Mahal, último de los grandes emperadores mogoles de la India, aparece como el responsable indirecto de otro acto extraño de quien construyó el observatorio gigante. Por miedo al fanatismo del mogol, que lo impulsó a destruir muchos templos hindúes, príncipes rajputs se refugiaron en este fuerte de Amber. Aquí nació el príncipe- astrónomo, y no lejos puso sus aposentos suntuosos de adulto. Pero una noche –se dice– fue visitado por Krishna, encarnación del dios Vishnú. Llegaba a reclamar como suyo ese palacio. Sin dudarlo, Sawai Jai Singh II ocupó otra mansión, y apresurada- mente dio a Krishna lo que pedía. Hoy es el enorme templo de Govind Devji, joya importante del Palacio de la Ciudad.

El rey-astrónomo fue quien diseñó las ciudad de Jaipur, que al ser construida, pasó –por derecho propio– instantáneamente a formar parte de este Reino de los Espléndidos Errores. El monarca dejó abandonado el fuerte Amber y su palacio. También las casas de la corte y de los súbditos. Este fuerte seguro, macizo, ro- tundo, más su enorme palacio, hoy ya no parecen lugares vivos. Son bellos escenarios para entretener a viajeros y turistas.

La Ciudad de la Victoria (eso significa Jaipur), simboliza en verdad la derrota del buen sentido. Es hoy una urbe tumultuosa, caótica y desaliñada, aunque millones la visitan para conocer el fuerte Amber, para comprar ricas joyas y alfombras, para visitar el Palacio de la Ciudad y varios otros lugares capaces de sorprender al viajero más exigente.

El agua y el viento dicen.

El Palacio de los Vientos es el primero de ellos. Un príncipe reinante, nieto del astrónomo, le imaginó con casi 1.000 ventanitas, para que las mujeres de su harem pudieran mirar hacia la calle sin ser vistas. Por su belleza y originalidad exterior simboliza el Jaipur de hoy, aunque –para variar– no sirve para lo que fue crea- do. Es poco más que una cáscara, casi un llamativo telón de teatro con muros de apenas 20 cm. de grosor. Un hermoso capricho del maharajá que alcanzó a disfrutarlo poco más de tres años, tan poco como su abuelo disfrutó de su observatorio. A partir de su muerte en 1803, la vida cortesana en el Palacio de los Vientos se fue haciendo humo (ver recuadro).

Algo parecido está ocurriendo con el Pa- lacio del Agua, otra obra del maharajá-astrónomo. Se halla en el borde de la ciudad, camino a la vecina Amber. Un bello ejemplar de la manada de “elefantes blancos” de Jaipur. Singh transformó una pequeña construcción antigua en un palacio seductor, el Jal Mahal. Parece flotar cerca de la orilla en el lago Sagar. Pero se mira y no se toca. Los turistas deben conformarse con tomar fotos desde los bordes del embalse. Tiene pasillos intensamente decorados y una terraza superior –Chameli Bagh– con jardines y gran vista a las colinas. Permanece deshabitado y fuera de uso desde hace años. El lago se llena sólo en las se- manas del diluvio monzónico. Por eso, a veces el palacio aparece varado en medio de un barrial. Tiene, eso sí, un sistema de drenaje y áreas que nunca se secan por completo. Eso permite mantener vivos a los peces y a cinco islas artificiales que acogen a bellas aves migratorias.

Tres siglos de inutilidad y ocio está por cumplir otra obra del príncipe-astrónomo: el cañón con ruedas de Jaivana, que se conserva a 15 km. del lago. Pesa 70 tone- ladas. Es el más grande del mundo. Junto con fundar Jaipur, el príncipe ordenó que se fundiera este cañón demoledor. Nunca ha matado una mosca. Lo vimos intacto en el fuerte de Jaigarh, más cuidado que un clavel.

Sumisos con el imperio.

Una relativa mejor suerte ha tenido el descomunal Palacio de la Ciudad, que ocupa una séptima parte de todo el casco histórico. Se halla a sólo 100 m. del observatorio gigante. Ofrece al turista un par de museos históricos, pero tiene enormes espacios vacíos, y apenas una pequeña parte sigue ocupada por el Palacio Chandra Mahal, perteneciente a la familia del maharajá. En él vive a ratos el último príncipe de la dinastía, que sólo ha cumplido 17 años. Económicamente, su familia se sostiene gracias a los palacios que en 1971 el gobierno de Indira

Gandhi les permitió conservar a los maharajás. Pero para mantenerlos, muchos han debido convertir sus mansiones en hoteles y ellos mismos hacerse hoteleros.

Gran parte de su tiempo, Padmanabh Singh, el joven maharajá, lo pasa en Gran Bretaña, jugando al polo, deporte que nació en Oriente y se practicaba en Jaipur antes que en Europa. El joven aún luce un rostro lampiño, aunque asoma un bozo que anuncia mostachos retintos. Saltador a caballo de siempre, se inició en el polo a los 14 años, en… Argentina. Estudia en Millfield, instituto educacional londinense dotado de una gran escuela de deportes ecuestres. Para gozar de la herencia, el jo- ven fue adoptado por su abuelo Bhawani. De nieto pasó a ser hijo. De su bisabuelo, Man Shing, campeón mundial de polo en los años 30, heredó su afición de hoy. El joven también es heredero y víctima de un cariño malo que le tienen los indios a sus antepasados, por estar tan lejos de Dios y tan cerca del Imperio Británico.

Del ganges al bar-boutique.

El Patio de los Amantes de Jaipur da acceso al palacio de este maharajá occidentalizado. Tiene cuatro puertas admirables. La más bonita y fotografiada es la Puerta del Pavo Real, ave reina del Rajastán, que se encuentra presente en las construcciones más importantes de Jaipur. Esta famosa puerta fue dedicada también a la diosa de la belleza, Lakmish, cuya imagen aparece en su parte superior. Y se le conoce, además, como Puerta del Monzón. Otra puerta, la del Loto, fue concebida para rememorar a la primavera y a Vishnú. La de Shiva es la puerta del invierno, y la del dios-elefante, Ganesh, simboliza el verano.

Sensación causan esos cuatro pórticos. Pero sorprenden tam- bién dos enormes vasijas, las más grandes del planeta hechas en plata. Fueron realizadas hace un siglo para un maharajá tan grueso como las vasijas (pesaba más de 200 kilos y medía dos metros de altura). En los dos tiestos de plata, ese copetudo príncipe hindú, llamado Madho Singh II –hijo adoptivo de su antecesor–, llevó a Inglaterra agua del río Ganges. Sirvieron a toda su comitiva cuando navegó hasta el Támesis para la coronación del sesentón Eduardo VII, también emperador de la India.

Las vasijas se exhiben en el Palacio de la Ciudad. Parecen el símbolo de lo que más abunda en Jaipur: obras humanas vacías, pero no superfluas. Su belleza nutre el alma y de paso nutre el turismo tan vintage y millonario del Rajastán.

Por ahora, las vasijas de plata están a salvo. Mañana pueden convertirse en espumosos barriles de algún animado bar-boutique del maharajá adolescente. Sólo faltaría agregarle buenos grifos cerveceros.

El palacio de las jharokhas

Nunca pudimos imaginarlo así, metido en el corazón de la ciudad, no entre jardines como ocurre con los palacios indios, sino  en medio de un torbellino de motos, bici-rickshaws, excrementos de vacas, buses medio destartalados, escenarios de ruidosas campañas municipales, novios montados en elefantes con un grupo de parientes y amigos a la cola, pues nos toca la temporada oficial de casamientos en Jaipur.

Una permanente alteración hay en torno al Palacio de los Vientos, que nació para ser visto como una obra de arte real, serena y sorprendente. Después del Taj Mahal, tal vez no existe otro edificio que represente mejor a la India en el mundo. Es delicioso. También inútil. Tiene sólo una habitación de fondo. Fue consagrado a Krishna (octava encarnación de Vishnú), cuya corona lleva una pluma de pavo real. Por ella, la fachada tiene la forma de su hermosa cola abierta en abanico.

Adentro, en el primer piso, funciona un museo de escaso interés, pero la gente quiere ver lo que esconde esta descomunal cola de pavo, y mirar hacia afuera a través de sus celosías, como lo hicieron las antiguas mujeres del harén.

Hawa Mahal, o Palacio de los Vientos, no es un edificio muy antiguo para la historia eterna de India. En arenisca roja y rosada, con incrustaciones de óxido de calcio, fue construido muy poco antes que en Chile jurara la primera Junta de Gobierno. El maharajá Pratyap Singh –nieto del príncipe-astrónomo–  le encargó su diseño al artista Lal Chand Usta. Este lo concibió como extensión de la cámara femenina, la zenana. Servía para que las mujeres de la casa real pudieran asomarse a la vida de la ciudad aunque fuera observándola desde alguna de las 953 ventanitas enrejadas o jharokhas que dan al vecindario.

A través de  ellas se cuela el viento y refresca el interior. Por eso se le llamó el Palacio de los Vientos. Para subir a los pisos superiores, las mujeres de la casa real no tenían escaleras, sino una rampa que las acercaba a la cumbre. Se le considera el más meritorio exponente de la arquitectura de los Rajput, clanes del Rajastán desde que hay constancia histórica (siglo VI). Los Rajput aprendieron a convivir con los invasores mogoles, los musulmanes creadores del Taj Mahal y de una enorme cantidad de palacios y mezquitas excepcionales de la Indias. Gobernaron y se casaron con mogoles o lucharon junto a ellos cuando fue necesario. Por eso, este Palacio de los Vientos tiene aires mogoles tanto como rajputanos, al igual que casi toda la bella arquitectura tradicional de la llamada ciudad-rosa.

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