India
Soñar en el Thar, el gran desierto de Rajastán
El hombre del desierto indio asombra por su forma de construir, celebrar, orar y reinar. Palacios, tumbas y hoteles, templos del derroche, verdaderamente deslumbran. Por eso, un viaje por esta región es a la vez un reencuentro con los cuentos olvidados de Oriente que alguien nos leyó cuando aún nuestra vida no era más que sueños.
TEXTO Y FOTOS: Luis Alberto Ganderats, DESDE RAJASTÁN, INDIA.Si no hubiera sido por ese encantador de serpientes y su cobra friolenta, mi viaje por el desierto indio del Thar estaría perfecto. En sus caminos he visto elefantes vestidos para un carnaval y dromedarios tirando carretones de reparto. Visité campamentos en medio de la nada donde todos los días los gitanos cantan y bailan entre los espinos sin mirarle la cara a nadie, porque este es su inmenso hogar desde antes de Cristo. Nadie les pregunta para dónde van y de dónde vienen, porque aquí se hallan las primeras huellas históricas de la gitanería nómade repartida ahora por el planeta.
Los músicos gitanos –conocidos algunos como kalbelias—se mueven por todo el Rajastán, estado indio del cual forma parte el desierto del Thar. Por eso, en una semana de recorrido los he visto en las aldeas animando fiestas populares con sus bailes y cantos, con sus raros instrumentos de cuerda y de viento, y sus trajes que parecen sacados de algún baúl de los abuelos. Siguen, como hace siglos, cerca de los palacios de los maharajás (ahora convertidos en hoteles de lujo), recibiendo a los viajeros con su músicas festiva o mística, y sus danzas sufí.
Grande fue mi decepción por lo del encantador de serpiente y su cobra –de lo cual todavía no quisiera hablar –, pero eso no me impide gozar intensamente la emoción de lo que veo y escucho en este momento. Me he levantado al amanecer, y estoy en el espléndido patio rodeado de columnas del Suryagarh Fort Hotel, cerca de Jaisalmer, puerta de entrada al desierto. Una mujer kalbelia sentada sobre una pequeña tarima, entre dos columnas, y oculta completamente bajo su sari, canta. Canta a capella. No hay nadie más a esa hora en el lugar. Canta en un estilo melancólico que ha conocido otros siglos, para anunciar la llegada del día, como se hacía en los palacios de los maharajás. Siento que la emoción es tan fuerte como la que me produjo hace muchos años escuchar un concierto de cámara en un pequeño salón de Salzburgo, la cuna de Mozart. He recordado ese día instantáneamente. La misma exaltación, el mismo regocijo en silencio. Casi paralizado. Rogando que nunca terminara.
En Suryagarh me he quedado pegado al suelo. Esa voz y ese desgarro parecen arrastrar melancolías de mil años. Razón nuestro acompañante cuando nos dice que el demonio no necesita muchas formas de tentar: le basta el bello canto de una mujer. Arib, la reina de la Ruta de la Seda, parece ocultarse bajo esas ropas rojas profusamente bordadas. También Kánipal, el gran precursor del kalbelia. Le relato esta experiencia al encargado del pequeño oratorio del Suryagarh, y me muestra un camino para escuchar a esa mujer cuando lo necesite, que lo quiero compartir: Busque en Google “The mesmerising songstress of Thar” o digite www.suryagarh.com/blog.”
Los fríos de la cobra
Todos sabemos que, para muchos, la India puede marcar un antes y un después. En mi caso, el tiempo lo dirá, pero esta mujer solitaria cantando al amanecer en ese patio espléndido es de los puntos más altos en mis viajes por la India, pasando por el Taj Mahal, los crematorios de Varanasi, el Pequeño Tibet del Dalai Lama y el Templo Dorado de los Sij, en el Punjab. Ahora camino el Thar. En 800 kilómetros de recorrido por este desierto subtropical, iré desde Jaisalmer, hasta la vecindad de Delhi. Llegaré casi hasta Pakistán, donde la frontera es atravesada por el Thar. A ratos, el viajero con más tiempo puede salirse de la ruta para visitar importantes ciudades del Rajastán, la India más romántica, la de Jodhpur, Bikaner, Jaipur, Barmer, Udaipur… La gran patria de los maharajas, los pavos reales, los palacetes havelis y los reyes mogoles.
Naturalmente, en este desierto se repite el orden social inexplicable de la India, donde los gitanos forman parte de la casta de los Intocables. Hay pobreza en los caminos y pueblos, una exasperante lentitud en el tránsito y mucha incertidumbre sobre las mesas de algunos restaurantes de la ruta. Pero nada de todo eso puede ocultar el admirable espíritu de su gente, tampoco el valor de la India como destino extraordinario para el viajero y el de la música de los kalbelia, que ya es “patrimonio inmaterial de la Humanidad”, junto con el Flamenco.
Por eso, el episodio del encantador de serpientes no le hace daño alguno al Rajastán. Ahora cuento lo que me ocurrió: al llegar a Jaisalmer empecé el vagabundeo por lo que se hace más notorio en la ciudad: su fuerte. Es uno de los dos del país donde aún vive gente. En él funciona una feria artesanal cuyos vendedores tienen sus casas en el mismo lugar. Afuera, los viajeros se tropiezan con dromedarios montados por turistas que participan en una colorida celebración. Una hilera de altas carretas tiradas por búfalos, llenas de músicos y de cantos, avanza como en una comparsa, mientras hombres con turbantes y jóvenes mujeres bañadas de color, vestidas al estilo gitano, bailan sobre la calle.
Así las cosas, no pueden ser mejores las primeras horas en la vieja Jaisalmer. Algo se echa a perder, sin embargo, cuando me detengo frente a un grupo que rodea a un kalbelia tocando la tradicional flauta gitana usada para encantar serpientes. Ese kalbelia era uno de muchos, pues hay pueblos del Thar donde el oficio más común por siglos y hasta hoy, es el de encantador de serpientes, seres que ellos veneran. Se presentan en toda feria o celebración. El ejecutante, que luce un llamativo turbante –signo tradicional de dignidad–permanece en cuclillas frente a un canasto de mimbre, donde habitualmente se protege del calor a los reptiles. El canasto se encuentra destapado. Puedo advertir que se asoma la figura clásica de una pequeña cobra con el cuerpo erguido. Su cabeza luce una especie de capucha ovalada, que le aparece cuando se asusta o enoja, porque se le aplanan las vértebras de la cabeza. De ese modo asusta al intruso. El hombre mueve la flauta por sobre ella, como si quisiera provocarla para que se eleve un poco más; toca su instrumento en vano, porque las cobras carecen de tímpanos. ¡Son sordas como un gomero! Sus ojos son fijos, inmóviles, lo que también ayuda al kalbelia, pues le permite anunciar que su cobra se encuentra, por fin, hipnotizada con la música (aunque lo que la marea un poco es la oscilación de la flauta).
De tales trucos aquí saben hasta los niños. Pero en este caso se advierte una anomalía: el bicho no baila. Sube mi emoción. Tal vez hipnotizado hasta la parálisis, sólo mira fijamente. Le pregunto al ayudante del kalbelia si está inmóvil porque se preparara para atacar, asustada. El hombre tarda en responder. Alguien me advierte al oído: “Esa cobra es de plástico”.
–¿…?
–Mmmmm…
El hombre prolonga un poco su silencio y luego, entre dientes, ensaya una explicación: “Ella tiene frío, señor. Por eso no se mueve”.
De camellero a camillero
En el Thar se puede avanzar entre sorpresas, pero no entre jardines. Por muchas horas, casi sólo se ven espinos, y de vez en cuando tropezamos con ciervos y chacales, algún puercoespín, huidizas gacelas, y grupos de dromedarios ramoneando en los arbustos. Aunque es el desierto más habitado del mundo, apenas vemos gente fuera de las ciudades y pueblos. No abunda el agua. Sin embargo, aquí y allá aparecen las ecológicas chozas de una etnia vegetariana que adora a Vishnú, y que por eso se le conoce como bishnoi. Son enemigos de dañar la naturaleza y construyen sus casas con una mezcla de paja y guano de vacas. Son pastores y herreros que viven del trueque y no queman los cuerpos de sus muertos. Los devuelven a la tierra.
Son los protectores del Thar, y el Thar necesita que alguien lo proteja. Hasta ensayos nucleares subterráneos ha hecho aquí el gobierno, para intimidar a sus vecinos pakistaníes (la última vez en 1998). Hemos pasado por Pokhran, el lugar de las pruebas. Pero tales explosiones no son la única amenaza. En Jaisalmer vemos avanzar sin pausa la explotación petrolera, y el pueblo de Bikaner se ha convertido en el mayor mercado de lanas de toda Asia, gracias a la cría de ovejas en un territorio poco más grande que nuestro Atacama, e igual de sediento. Muy cerca de aquí, donde se extrajeron los mármoles el Taj Mahal –transportados en elefantes por 280 kilómetros–, crece cada día la ciudad marmolera de Makrana y seca las napas.
Seguir siendo un desierto parece el destino del Thar, y eso deja tranquilo al indio que me acompaña, pues son miles y miles los extranjeros que llegan cada año para ver el atardecer en las dunas. Los viajeros llegan hasta aquí para vivir el desierto asiático. La mayoría opta por una cabalgata en dromedario por la tarde, hasta que se pone el sol. Otros se dejan tentar por los vendedores de gangas, y pagando poco duermen bajo las estrellas. Los acompañan en sus excursiones unos guías de 15 años, que les hacen pasar la noche como si fuera una toma de los sin casa. Todos regresan más bien maltratados; incluso algunos caminando al lado del dromedario… Ya hice la prueba, y sólo el karma me evitó cambiar al camellero por un camillero.
La solución en el Thar es renunciar a las gangas y pagar por excursiones de dos o tres noches, bajo las mismas estrellas, con comodidad y seguridad. También hay recorridos que duran varios días con alojamientos en pueblos nómades de los kalbelia, intensas experiencias de baile y canto, y degustación de las masas del chapati, decenas de arroces y curries. La mayoría opta por alojar en campamentos seguros cerca de Jaisalmer. En las dunas de Khuri, Mahansar y Sam se ofrecen safaris en 4×4 y cabalgatas, que terminan en campamentos de alto nivel. En Khiyansaria, visité Manvar. Es un oasis sin palmeras ni laguna creado de la nada por un ocurrente arquitecto nativo. Con carpas lujosas y casas de adobe trata a los turistas como a maharajás de vacaciones.
Compras para siempre
Ese falso oasis se encuentra a dos horas de Jodhpur. Esta la primera ciudad donde encuentro huellas de los maharajás que perdieron sus títulos por una reforma constitucional que lleva la firma de una mujer: Indira Gandhi. Eso ocurrió el año 1971, en los mismos tiempos que Chile vivía su propio intento de cambios radicales. Como nos ha dicho Maha Akhtar, nieta del maharajá de Kapurthala, que reside en Nueva York, “eran reyes admirados, reverenciados, temidos y algunas veces despreciados por sus súbditos. Bajo el patrocinio de los maharajás, la India se convirtió en una de las grandes civilizaciones del mundo, rica en historia, arte, cultura, misticismo y espiritualidad”.
Todo sea dicho: los maharajás también están en el origen de casi todo lo que nos choca de la India, aunque dejaron lo más admirable que hay en esta ciudad de Jodhpur: el fuerte de Meherengarh. Se encuentra a la orilla del desierto, sobre un peñasco en medio de una ciudad extensa –la segunda de Rajastán–, pintada casi enteramente de índigo, el antiguo color usado por sus jefes religiosos. La “ciudad azul” es más antigua que cualquiera de América. En el fuerte-palacio se guardan exquisitas colecciones de su pasado. Para poder llegar al recinto real hemos subido escaleras y terraplenes, hemos atravesado siete puertas vigiladas, confirmando que ser el rajá de Jodhpur pedía prudencia y sangre fría. Las amenazas venían sobre todo de miembros de su propio clan. Sobresalen sus colecciones de miniaturas pintadas y las celosías o balcones cubiertos con finas rejas, para mantener intacto el honor (purdah), de la reina, la majarani, cuyo rostro sólo podía ver el rajá.
Es largo el recorrido, pues, como ocurre en otros palacios de la región, el Meherengarh está formado por muchos patios que conducen a las distintas estancias. Pero la visita termina de la mejor manera posible: antes de salir encontramos la más fina tienda de museo del Rajastán, comparable a las más tentadoras de Occidente. Reproducciones de arte, libros admirables sobre historia y arte de la India, muchos objetos de buena factura. Esas cosas que guardaremos siempre.
Holograma de Jauja
Al empezar el descenso, los ojos del viajero se tropiezan a lo lejos con algo que parece holograma de un palacio imaginario, una imagen tridimensional gigantesca instalada sobre una extensa colina. Es uno de los edificios privados más grandes del planeta, y en él vive el (ex) maharajá de Jodhpur. Ha creado un museo y arrienda un ala de su desmesurada mansión al Hotel Umaid Bhawan Palace, administrado por el grupo hotelero Taj, que se especializa en antiguas moradas reales, y cuyo presidente ocupa el lugar 78 entre los rajás sucesivos de su familia.
Humaid Bhawan, último palacio construido por un maharajá (1929), no es ejemplo de sobriedad ni de coherencia arquitectónica. El Oriente y el Occidente se mezclan –a tropezones–por sus 347 habitaciones rodeadas de jardines. Como nos dice la nieta del maharajá de Kapurthala, “creyéndose divinos estos reyes hacían gala de una demostración extravagante de tesoros y posesiones que les hacía vivir en un mundo aparte”. Ellos querían Cartier para las joyas, Vuitton para el cuero, Minton para las vajillas, Lalique para la cristalería. Colecciones de autos especiales. l nizam de Hyderabad encargó un coche con el asiento trasero muy alto: no podía estar a la misma altura que su chofer. Quizá debería haber hablado con el rajá de Udaipur, quien no se hizo atados: sencillamente ordenó a su secretaria sentarse sobre un cojín en el piso del Rolls Royce.
El desierto del Thar, con su historia hecha de extremos, cada día nos da motivos para juntar las cejas. Pero muchas más veces nos proporciona ocasiones para sonreír con placeres desconocidos, especialmente por la forma de construir, celebrar, cocinar, orar o reinar. Hay que recorrer sus tierras secas, sus aldeas que viven de milagro. Asomarse a las ciudades de las orillas del desierto, o de su cercanía. Visitar fuertes, palacios, mezquitas, pagodas, en el corazón de Rajastán. Tumbas y hoteles que tal vez parecen templos del derroche, pero resultan quizá lo más deslumbrante de toda la India. Es entonces cuando el viaje deja de ser un viaje. Se transforma en un reencuentro conmovedor. Escuchamos otra vez, en silencio, los cuentos orientales olvidados que alguien nos leyera cuando todavía nuestra vida no era más que sueños.
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